"Crónica agnóstica de la Candelaria" recibió el Primer Premio en el Certamen Adolfo Bioy Casares 2010. La noticia en http://www.lasfloresdigital.com.ar/online/?p=29330 http://www.amecopress.net/spip.php?article5292 http://www.bvcba.com.ar/cms/htdocs/modules/planet/view.article.php/8570

Fotos: Rocío Santillana

Crónica agnóstica de la Candelaria.
Yo no creo. No creo en leyendas que hacen surgir a un hombre de las aguas del Titicaca para que funde con su vara de mando ningún imperio, por muy autóctono que sea. No creo en el mito de ese hombre acompañado de su colla para justificar la institución del matrimonio. Tampoco en la versión blanca del invento, en el jardín donde la curiosidad de una mujer es la perdición del varón en la Tierra por decisión de otro varón que manda en el Cielo. No creo en dioses, diablos ni en ángeles, ni en madres condenadas a ser vírgenes para ganarse la devoción de nadie. Por no creer, no creo en mi propia madre, ni en su devoción por la Virgen de la Candelaria.

Pero allí estaba yo, acompañándola por su setenta cumpleaños en ese viaje a Puno, la que dicen es la capital folclórica, y justo en la que, dicen también, es la mayor fiesta del Perú. Y es que yo no creo tampoco en etiquetas grandilocuentes, ni en campañas turísticas. Odio hacer turismo, y más aún turismo vivencial. Si por internet puedes visitar cualquier sitio del mundo, ¿para qué levantarte de la silla? Pero ahí estaba yo, como digo, complaciendo a mi madre, pero con una condición: Sólo te acompaño un rato a la procesión y el resto del tiempo me encierro en el hotel, que tengo que escribir una crónica y aún no sé de qué va a tratar. Apenas pude terminar la frase, pues mi madre intentó plantarme una medallita de tela de la Candelaria que acababa de comprar: Póntela, para que te traiga inspiración. Mi corazón se me salía por la boca por culpa del mal de altura y de la devoción de mi madre, que me daba más soroche que los casi 4000 metros que pisaban mis pies congelados. Porque también odio el frío (y no creo que nada pueda abrigarme lo suficiente), pero no lo odio tanto como tener que aprenderme al dedillo el programa de una celebración bullanguera, desordenada y estridente que dura más de 15 días, como si no tuviera otra cosa con que ocupar mi memoria o mi cabeza fuera una web informativa institucional.

“El festival reúne a más de 200 grupos de músicos y bailarines para celebrar la fiesta de Mamacha Candelaria. Los primeros nueve días, los llamados mayordomos decoran la iglesia, preparan la Misa, el banquete y los fuegos artificiales. El día principal es el 2 de Febrero, y ese día la Virgen es conducida por la ciudad en una colorida procesión, acompañada por sacerdotes, monaguillos y la feligresía, grupos de músicos y bailarines desfilando a través de la ciudad”. Comenzó a llover en la Plaza Mayor, pero mi madre siguió leyendo cada detalle, hasta la fecha y el nombre del autor del artículo, y me enfundó un impermeable, sabiendo que no la creería cuando me dijera La Virgen nos va a hacer el milagro de devolvernos el sol. Luego me agarró de la mano y me arrastró por las calles angostas del centro, colapsadas de rostros y andares aymaras, quechuas, limeños y gringos, que paralizaban su vida para rendirle homenaje a una imagen de cartón y madera. Una imagen que, creen, se le apareció a no sé quién para espantar a los diablos que habitaban las galerías infernales de las minas de la zona y para salvar a un minero o a un ladrón ya inevitablemente muerto.

“…Más de 40 mil turistas entre nacionales e internacionales, casi toda la población puneña, y miles de danzarines que participan en diferentes conjuntos folklóricos”, volvió a leer mi mamá. Y yo misma lo comprobé durante las cinco horas que me tuvo sentada en las gradas incómodas de no sé qué estadio enlodado para ver una exhibición interminable. “88 comparsas, entre Carnavales, Awatiris, Cahuires, Cintakanas, Chacareros, Chacalladas, Chacus, Chunchos, Chullu Q'awas, Yapuchiris...” ¡Basta, mamá! Ya me he hecho una idea, y además debería irme al hotel a escribir. Le quité el periódico de las manos, pero ella no me oyó, se limitó a mirarme con su cara chaposa y feliz y a decirme: ¡Oye, cojuda, la que tiene 70 años soy yo y tú pareces una vieja! Se carcajeó en mi cara y canjeó sus ganas de saltar al barro del estadio y ponerse a bailar, por unas cuantas arengas a sus conjuntos favoritos que danzaban con trajes de luces. ¡¡Espectacular Diablada Bellavista, campeones!!! ¡¡¡Diablada Amigos de la Policía Nacional del Perú, bravo!!! ¡¡Vivan la Morenada Orkapata, Diablada Azoguini y los Tinkus!!! Total, que para ella todos los conjuntos debían ganar el Concurso Regional de Danzas.

Yo no creo en premios, ni tampoco en milagros, así que cuando salió el sol, mientras mi madre miraba al cielo y clamaba Gracias, Virgencita de mis amores, yo me limité a informarle: Tengo hambre. Pero no la convencí de ir a comer un sano y sencillo choclo con queso a un lugar menos inmundo. Me obligó a ver cómo ella descuartizaba con los dientes un cuy despatarrado, a pesar de saber que lo único en lo que creo es en la buena salud y en que comer animales y tomar alcohol no hacen sino quitármela.

Tres mates de coca después yo seguía con náuseas. En cambio, mi mamá era un trompo, y yo la miraba apostada con cuidado en una tabla sujeta con un clavo a un andamio endeble, donde se sentaban decenas de personas delante de la catedral. El frío era más tremendo de noche y yo ya no sabía si estaba viendo la Entrada de Bandas, el desfile de Danzas Autóctonas, las Vísperas, la Gran Parada o la Veneración a la Patrona de Puno. Yo odio bailar y más aún con soroche. Mi madre, en cambio, se quitó los zapatos al paso de unos danzarines descalzos e hizo temblar la tabla y el clavo, y sobre todo mi corazón que ya no daba más. Pero lo peor no había llegado aún. Mi mamá empezó a brindar con un vaso de cerveza o ron o pisco o vino, o lo que fuera, cualquier cosa con alcohol diferente a mi agua mineral natural.

A falta de folletos turísticos que leer, mi madre se puso poético-devota (otra vez) y dio rienda suelta a su veneración cuando tuvo a la Virgen ante sus ojos: ¡Salud, Mamacha, tú me quitaste los zapatos y los encerraste en una cañita de zampoña, la soplaste y salieron bailando solos! ¡Candelaria, me diste el cuerno en espiral de un diablo brillante que atravesó mi tráquea para dejarme muda! ¡Me regalaste el orejón de una trompeta gigante, y yo me metí en ella como en un túnel del que no he salido porque suena a tristeza y jarana! Yo no daba crédito, muerta de vergüenza, pero el público que me rodeaba no era muy distinto de mi madre, que prosiguió: ¡Mamita, regálame uno de esos cascabeles que se alocan en las botas de los sambos que te veneran brincando saya! Puno entero enfervorecido entre oraciones y alcohol y yo queriendo escapar de ese bucle del tiempo. Una y otra vez esos simples ritmos monótonos, tanto golpe de tambor, trompetas salpicando saliva, bailarinas enseñando el tanga porque sí, cholas waka waka levantando a caderazo limpio sus pesadas polleras de paño, carracas incrustándose en mi oído, cholos toreros diciendo olé, diablos fetichistas besando los pies de la Virgen, arcángeles brincando en calzón bombacho, policías disfrazados de King Kong fotógrafo. Y de pronto un chicotazo contra el suelo y un cascabel que saltó de la bota de un sambo caporal mientras pirueteaba en el aire. Yo nunca he creído en la maternidad ni en el amor incondicional, así que cuando vi a mi madre salir corriendo tras el cascabel, a punto de ser aplastada por un rey moreno que fumaba pipa, decidí creer en la orfandad y apurar mi botella de agua. ¡Te lo dije, hija, la virgen hace milagros! Me gritó mi “ex” madre enarbolando triunfante el cascabel del sambo desdentado y horrible que le guiñó un ojo en medio de una pose de su siguiente cabriola. ¡Pídele tú un deseo! Me dijo, me repitió, me insistió hasta el agobio total, hasta que yo grité ¡Yo sólo quiero escribir mi crónica! ¡Por la Santísima Virgen de la Candelaria, que acabe esta fiesta de una bendita vez!

Un trueno ronco estremeció el Altiplano entero y los instrumentos dejaron de sonar de sopetón. Todo el mundo salió corriendo: King Kong corrió a una bodega a proteger su pelambre de la lluvia y a seguir mojándose solo por dentro con más cerveza. El diablo rojo entró en la iglesia y se persignó. El arcángel Gabriel gritó una lisura ¡carajo! al ver su ropa empapada en un instante y fue a cambiarse de calzón. Y hasta mi mamá corrió a un restaurante a comerse otro cuy sin darse cuenta de que en el camino perdía su cascabel. Miré alrededor y nadie, nada. Sólo el cascabel de mi madre rodando en el cemento. Sin entender por qué, como si no fuera dueña de mis actos, fui hacia él, me agaché a recogerlo y al incorporarme la vi. Blanca, reluciente, inmune a la tormenta, coronada por una constelación de estrellas, serena y plácida, como acabando de amamantar al niño que tenía en brazos. La Mamacha Candelaria me observaba desde la cima de su anda, a las puertas de su templo. Sin poder esquivar su mirada, sintiendo cómo la lluvia traspasaba mi impermeable, no supe qué hacer. La seguí mirando y creí (¿yo he dicho creí?) oír que me decía: Ahora anda al hotel y ponte a escribir.

Yo sigo sin creer en dioses, en fundadores de imperios patriarcales, en ángeles, diablos e imágenes de madres condenadas a la virginidad como virtud. Sigo tomando nada más que agua, y a lo sumo mate de coca para el soroche. Jamás me comeré un cuy ni nada que tenga ojos. Pero desde entonces llevo la estampita de tela de la Candelaria que mi madre me regaló. Escondida en un bolsillo interior arriba y a la izquierda, sólo por casualidad cerca de mi corazón. Y la agarro fuerte nada más que cuando hay tormenta. Que conste.

Dedico este premio a mi madre y a las gentes de Puno por haberme inspirado este cuento.
Agradezco al jurado este sueño hecho realidad, a los demás escritores y escritoras galardonados sus correos, enlaces y fotos que me hicieron sentirme un poquito más cerca de Argentina en el evento de entrega de premios.
Y gracias a ti, Mamacha Candelaria, por recordarme que jamás debo perder la fe... en mí misma.