El árbol y el pintor - Novela - Capítulo 1

La semilla amarga

El ala ancha de fieltro que cubría los ojos de Pascual era la única sombra en la estación de Altamira. El chasquido rítmico del tabaco en contacto con sus labios, el único ruido. Su caballo había dejado de resoplar en su afán de mantener, inmóvil, el porte erguido y digno del jinete, que adormecía su impaciencia mirando las vías del tren derretirse al fuego lento y constante del sol. El traje de lino recién planchado que lucía Pascual y la flor de su solapa hacían esfuerzos por no sucumbir al calor del mediodía arrugándose, marchitándose. La prometida venía de muy lejos y había que causarle la mejor impresión.

El esperado silbido rompió, al fin, la calma tensa al tiempo que uno de los peones de Pascual señalaba el tren. El vapor se arremolinó de tal forma al ser expulsado por la chimenea y el chirrido de las ruedas de hierro fue tan ensordecedor, que el caballo perdió la compostura. Pascual retomó el control de las riendas, pero no el de su corazón. El tren se detuvo ante él produciendo de nuevo un silencio que amenazaba con delatar sus latidos empapados de inquietud. Pasado un instante, que Pascual vivió como eterno, unos pies diminutos calzados con zapatillas de raso pisaron la escalerilla del vagón. Eran los de Avelina. El novio se apresuró a brindarle el brazo a su prometida para ayudarla a bajar. Al hacerlo provocó por accidente que el chal que vestía se deslizara descubriendo uno de sus hombros.

Antes de que Pascual osara poner su mirada sobre él, la madre de Avelina, que bajaba a su lado, tapó el hombro con rapidez. Y fue esta mujer mestiza de mirada humilde pero digna la primera que habló, atinando a presentarse. “Doña Celia para servirle a usted”. Los novios se escrutaron mutuamente comunicándose sin palabras, pensando cosas que no dijeron, diciendo a medias lo que sintieron. La amplia sonrisa estampada en la cara de Pascual como el mismo sol radiante que la iluminaba denotó aprobación. Su corazón pudo hincharse satisfecho, orgulloso y relajado ante la belleza de Avelina, su cabello lacio y su piel clara. Tal fue su emoción, que Pascual no pudo interpretar la decepción que él, en cambio, acababa de producir en la que estaba a punto de convertirse en su esposa. Sólo achacó el tibio recibimiento a la timidez y moderación que correspondía a una joven decente. Pero se equivocó. Ni su apostura varonil, ni siquiera su piel tan blanca como la de Avelina, ni su pelo fino, ni la flor que le entregó a su novia con algo de brusquedad, podían convertirlo en el príncipe azul que ella había imaginado. Avelina nunca conoció a la abuela materna de Pascual, pero jamás le perdonaría tampoco que un día trajera de Africa sus gruesas facciones manchando la estirpe española de su prometido. Doña Celia sintió una gran tristeza por su futuro yerno, por su propia hija, y quién sabe si hasta por sí misma, recordándose ante el hombre, que quizá tampoco eligió y con el que debía compartir su vida hasta que la muerte los separara.

Dos varones decidieron la unión entre Pascual y Avelina. Dos varones y la inercia implacable del matrimonio entendido como negocio familiar, eso sí, bendecido por Dios y bajo juramento de amor eterno. Dos varones que se conocieron en la común de Lajas tratando al por mayor con habichuelas y que terminaron negociando al detalle con los destinos de la hija de uno y el hijastro del otro. Y, como todo negocio entre varones, aquél se había cerrado brindando, esta vez por una feliz coincidencia: “¡Salud, compadre, por el pueblo castellano que nos vio nacer!”.

El padre de Avelina, un pequeño hacendado del Cibao, y el patrón de Pascual, que había criado al joven como a un hijo mientras éste atendía su próspero comercio de abarrotes, murieron sin poder ver consumado su trato. Con sus respectivos bienes, Avelina y Pascual heredaron también el compromiso que empeñaría sus vidas en el monte de piedad de los casamientos concertados. Y para eso acompañaba la madre a la novia, para garantizar la voluntad de su difunto.

Cuando Pascual ciñó la cintura de Avelina ayudándola a sentarse sobre el panó de la mula que la llevaría al pueblo, la prometida supo que no había vuelta atrás. Entonces ella misma espoleó al animal con uno de sus piececitos de raso ya enganchados al estribo. “Lo que tenga que ser, que sea cuanto antes”. Pero el camino fue largo, interminable, y agotador. Pascual cabalgaba al paso junto a Avelina y doña Celia bregaba con su mula acompañada por un peón de confianza a caballo. Las horas del viaje transcurrieron en silencio por sendas escabrosas y empinadas. Las patas de las acémilas sorteaban pedruscos, resbalando constantemente por culpa del barro que se les iba pegando. Camino era demasiada palabra para designar esos surcos formados como desaguaderos por las copiosas lluvias que caían montaña abajo.

Los animales bufaban entre sí, lamentándose del desgaste que la travesía provocaba en sus huesos. Pascual y Avelina transitaban penosamente aquellos cauces secos entre los guijarros de sus monólogos. Ella, temerosa y resignada, miraba de reojo a ese hombre que le sonreía con un nerviosismo complaciente e inseguro. Sólo la madre podía adivinar lo que esa joven y ese muchacho iban pensando.

Pascual temía no saber tratar de forma adecuada a aquella señorita de ciudad, ignorando que ella apenas sabía leer y escribir. Avelina tomaba por bruto a ese hombre nada agraciado, desconociendo que era uno de los pocos letrados de la zona, junto al cura y al juez civil. Pero con el primer sorbo de agua fresca que Avelina recibió agradecida de manos de manos de aquel hombre, en Pascual nació un atisbo de esperanza. Se confortó imaginándose después del trabajo, llegando a casa agotado, besando esa boca que ahora veía beber del higüero, sentándose a la mesa con la comida caliente servida. Así el camino se le hizo más llevadero. Avelina, en cambio, quedó absorta en esas manos descuidadas y toscas que a partir de esa misma noche tocarían su cuerpo todas las noches de su vida. Doña Celia miró a su hija y supo que estaba rogándole a Dios que esas manos fueran suaves y delicadas con ella, y que tuvieran la experiencia que a las mujeres les estaba prohibida y que a todo hombre se le suponía antes de llegar al lecho nupcial.

El colorido que engalanaba el pueblo, al que por fin habían llegado, sacó a los novios de sus pensamientos. Vestidos con sus mejores atuendos, familia y vecindario recibieron a la comitiva, que se detuvo ante una digna casa adornada con gracia. “Mírala bien, Avelina, aquí es donde me vas a preparar mis buenos sancochos” El pueblo enteró rió la gracia de Pascual mientras la novia buscó la complicidad de doña Celia, que rió también, provocando la sonrisa aprobatoria de la novia. Al verla, satisfecho, Pascual ordenó unos refrigerios y un merecido descanso antes del banquete de esa noche, que sería amenizado con un perico ripiao. Avelina siguió la dirección de la mirada de su madre, observó la casita que prometía algunas comodidades y decidió que ningún dolor de nalgas a lomos de una mula estropearía el día más feliz de su vida. Apenas tuvo tiempo de compartir su ilusión con su madre, cuando una mujer bajita y rechoncha la agarró de la mano y la entró sin miramientos a la casa, desplazando a la figura enjuta y pacífica de doña Celia.

Bárbara era, sin duda, la mujer más respetada del pueblo. Curandera, comadrona, monaguilla en funciones y hasta hechicera cuando nadie la veía, participaba de forma activa en los momentos más importantes de las sencillas existencias que conformaban la comunidad. A cambio, recibía la voluntad que, cuando era generosa le alcanzaba para mantener fértil un pedacito de tierra en el que cultivaba auyamas y criaba gallinas y un cerdo que con su boca insaciable y poco exigente le servía de zafacón. Habían pasado muchas lunas desde que enviudara y quedara con un hijo, en precaria situación económica. Fue entonces cuando empezó a poner en práctica las enseñanzas de su madre, de la que heredó el conocimiento medicinal de yerbas y plantas. De su abuela aprendió la liturgia de los servicios rPascualsos, y se convirtió en compañera eficaz del cura de la parroquia. Su especialidad era tanto traer criaturas sanas a este mundo, como despedir sin dolor a quienes lo abandonaban.

Aquella noche a Bárbara le correspondía vigilar a la novia, impedir que mirara de frente a ningún hombre durante toda la fiesta, librándola así de cualquier intención pecaminosa, incluso si provenía de su futuro marido. La novia debía ser tratada como un delicado tesoro, que no podía perder su virtud y, por tanto, su valor en el camino en que era transferida de la custodia del padre (su sucedáneo femenino, Doña Celia) a la del marido. Y Pascual debía esperar con paciencia el momento en el que su preciado botín le fuera entregado oficialmente en el altar.

A la mañana siguiente la capilla que los feligreses habían construido en unos terrenos cedidos por el patrón lucía esplendorosa, adornada con flores blancas y ramas de palma para la ocasión. La presencia del cura que oficiaría la boda desató el fervor del vecindario, que desfilaba para besar el anillo de tamaño personaje de las fuerzas vivas del pueblo. El barullo llegó a la ventana de la casa donde Bárbara y doña Celia terminaban de vestir a la novia con el traje brocado que la segunda había subido al altar muchos años atrás. Avelina se miró por última vez en el espejo, despidiéndose de su rostro de señorita y frustró un suspiro dentro de la jaula nacarada de su vestido, que apenas le permitía respirar.

Cuando aquella novia entró a la capilla del brazo de doña Celia, alguien exclamó: “¡Jesús, María y José, si parece la Purísima Virgen!” Pascual olvidó, todos a la vez, los noventa minutos que había aguardado a su prometida en la iglesia, y empezó a descontar los que le faltarían para desabrochar, uno a uno, todos los botoncitos del vestido de seda bordada con hilos de plata y oro que cubrían la espalda de la hermosa mujer que para entonces ya sería suya. Bárbara hizo sonar las campanillas y el cura bendijo en latín la unión de esa muchacha y ese joven que tan poco se conocían, pero que tanto creían en el amor eterno que se juraron.

Aquel día de febrero de 1920 fue propicio para Pascual, que había entregado lo mejor de sí en aquella celebración nupcial. Quién sabe si lo fue también para Avelina, que en el lecho de bodas se le entregaría toda a Pascual al caer la noche y los botones de su vestido. Pero de eso no se enteraría nadie, porque en esa época el placer y el temor del matrimonio se vivían en el silencio y la complicidad de las cuatro paredes del aposento. Sólo doña Celia lo intuiría, y por eso se quedó dormida rogándole a Dios por la felicidad de su hija.

La dicha llegó a casa de Pascual y Avelina nueve meses después, cogida de los deditos de una mano sana, diminuta y, lo más importante, blanca. Bárbara había garantizado los cuidados especiales que Avelina y su bebé requerían para llegar a un alumbramiento feliz. Retiró de su dieta la albúmina, el azúcar y la sal. La hizo caminar todos los días. Le prohibió levantar peso y la obligó a dormir hecha un ovillo para que se identificara con la criatura que estaba a punto de nacer.

Avelina rompió fuente al tiempo que el país entero destapaba sus botellas de ron para despedir el año. Bárbara había convertido la habitación en una maternidad y había botado de la casa a todos los hombres para darle la bienvenida a Tomás Ramón con un buen par de nalgadas. “¡Es un varón!”, exclamó doña Celia. “¡Es blanco!”, celebró su hija. “¡Feliz Año Nuevo!”, irrumpió Pascual a las 12 en punto, con demasiados grados de alcohol nublándole la razón.

Cuarenta días de riesgo, reposo absoluto, frutas, vegetales verdes, caldo espeso de gallina criolla y leche de vaca recién parida recetó Bárbara a Avelina. La primeriza cumplió su régimen devotamente. Un milagro como aquel niño no podía sufrir ni un resfrío que dañara lo más mínimo su blanca perfección. Durante esa larga cuarentena desfilaron por la cuna de Tomás Ramón decenas de familiares y amistades ofrendándole regalos, queso de hoja, café, y quién sabe si hasta incienso y mirra. Aquella casa parecía un belén viviente y Avelina y Pascual se sentían los mismísimos María y San José. Alguien llegó a decir, incluso, que a esa criatura celestial de pelo rubio y ojos claros debían cambiarle el nombre y llamarlo Jesús.

Qué distinta fue la llegada al mundo del segundo hijo del matrimonio. Ni siquiera los carnavales mitigaron la tragedia que se vivió en casa de Pascual Cuervo y Avelina Guillén el 25 de febrero de 1922, cuando Emilio vino a parar a un globo terráqueo infinitamente más hostil que el plácido planeta acuático de la placenta materna.

El árbol y el pintor (El árbol de Samán) es una novelación hecha por Rocío Santillana a partir de las memorias del pintor neoyorquino-dominicano Félix Disla. Novela escrita en Santo Domingo 2007.